Fraternidades que comienzan yendo al baño de a dos
- Emily Cabrera M
- 4 abr
- 2 Min. de lectura
Las mujeres crecemos con la idea, o con un chip insertado, de que tenemos que conservar un grupo de amigas para toda la vida. Es con ese grupo que vamos a atravesar los grandes dolores y las grandes alegrías, es con esas amigas que vamos a hacer viajes espectaculares, y vamos a soñar sobre el futuro… y recordar el pasado.
En las películas, en las series, en los libros, nos enseñan que esa fraternidad femenina va por encima de todo. Empieza cuando somos pequeñas y vamos de a dos al baño, y continúa cuando somos adolescentes, y nos juntamos para maquillarnos antes de ir a bailar.
Detrás de esta idea del grupo de amigas, se esconde la necesidad humana de pertenecer. Todos necesitamos asociarnos con un determinado grupo para ser alguien, para existir, para tener y construir nuestro lugar en el mundo.
¿Qué pasa cuando nos hacemos adultas y nos damos cuenta de que ese grupo de amigas no es el lugar donde pertenecemos? Es difícil pensar en volver a construir memorias, en recordar las pasadas y saber que habrá personas con las cuales ya no compartimos la vida.
Estamos hechos de recuerdos, y en esas memorias siempre hay personas que nos marcaron, pero en nuestra cultura occidental los vínculos afectivos tienen una fuerza casi sobrenatural, en la que ser un nómada social, está mal visto.
El problema no es alejarse de las amistades que ya no nos representan, el problema radica en tolerar y seguir construyendo una imagen de nosotras que no somos, con el afán de pertenecer. Si no estás cómoda, si no te identifican, si no te divierten las reuniones, si los valores que tienen esas personas no condicen con los tuyos, si creciste y cuando te constituiste como adulto entendiste que esas otras adultas no tienen nada que ver contigo: tenés que asumir la valentía de elegir la separación, y volver a construir tu lugar con personas que se acerquen a -y legitimen- quien verdaderamente sos.